jueves, 11 de febrero de 2010

¿Cómo están ustedes?

De pequeña siempre quise conocer el circo.
Reír con los payasos, maravillarme con los acróbatas, divertirme viendo malabaristas y bailarines, asustarme con los domadores…
A mi ciudad llegaron varias veces algunas compañías circenses ambulantes. Cada año le pedía a mi madre que me llevara a ver el circo, pero nunca lo conseguí. Por eso, siempre que veía los carteles pegados a doquier por todas las calles de mi barrio, payasos repartiendo panfletos a la puerta del colegio, cuando oía la música que salía por los altavoces de los coches “El circo, niños y niñas, ha llegado el circo”, dejaba volar la imaginación.
Imaginaba una carpa de colores chillones, música alegre y divertida. Imaginaba unas gradas circulares, jaulas con tigres y leones, osos tocando la trompeta, payasos haciendo malabares, enanos bailando encima de elefantes, comefuegos, acróbatas jugándose la vida en el “más difícil todavía”, magos sacando conejos del sombrero y señores con gorritos graciosos repartiendo palomitas y frutos secos entre el público.
Me moría de envidia cada vez que algún compañero de clase me decía que había ido al circo. Yo preguntaba, ávida de conocimiento, deseando sentirme, aunque solo fuera por los relatos de otra persona, parte de ese mundo tan lleno de magia y color. Sin embargo, con el paso del tiempo, la esperanza, y la ilusión, se fueron evaporando poco a poco.
Y ahora, tantos años después, la ilusión ha vuelto. Y de una forma mucho más maravillosa de lo que nunca pude imaginar.
He podido ir al circo. Pero no solo como una mera espectadora, sino como una parte más de éste. He formado parte de un grupo de compañeros que hemos creado unas jornadas circenses para amenizar la tarde a las personas mayores de una residencia de ancianos. He pasado de querer ver un payaso a ser un payaso.
Allí estaba el domador con el fiero león, los acróbatas, los bailarines, allí había payasos. Unas cintas de colores estratégicamente colocadas sobre el escenario simulaban mi añorada carpa, y todo el mundo aplaudía, cantaba y sonreía.
Fue extraordinario. Yo formé parte de un trío cómico (“¡Con todos ustedes, los payasos Piki, Piti y Pon!”), realizamos un número de mímica que pretendía ser divertido. No se si lo logramos, pero a la gente le gustó.
Y, mientras otros compañeros actuaban, los payasos recorríamos las filas de sillas del público, saltando, bailando, y animando a la gente.
Habíamos preparado nuestro número con mucha ilusión y esmero, y esperábamos que todo saliera bien. Sin embargo, los nervios y el resultado me dieron igual. Me quedé con la parte más importante del circo, que es alegrar a las personas, sobre todo a aquellas que más necesitan una sonrisa y un poco de color en sus vidas.
Ver la ilusión en los ojos de los ancianos cuando me acercaba a saludarles, cuando sonreían si les daba la mano, y aplaudían si me ponía a bailar ante ellos. Bailar con los niños que habían acudido a ver la función con sus abuelos. Sacarle alguna que otra carcajada al público.
¿Qué más da que la peluca me picara horrores, se me cayera la nariz, pasara un calor agobiante y al llegar a casa me costara sangre y lágrimas quitarme todo el maquillaje y la brillantina? Todo eso mereció la pena, pues fue uno de los mejores días de mi vida.
Por fin, he ido al circo.

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