viernes, 30 de agosto de 2013

¿Y por qué lo haces?




El otro día, el niño y la niña a los que cuido, recibieron la visita de su prima. La niña estaba escribiendo un cuento, y se lo enseñó a esta amiga. Su reacción fue mostrarse intrigada y preguntar… ” ¿Y por qué lo haces?”
Aquella pregunta hizo que algo se removiera en mi interior, con una violencia prodigiosa.

Comencé a crear cuentos e historias siendo muy pequeña, antes incluso de aprender a escribir. Aún debo tener en casa de mis padres esos dibujos que hacía, secuencias de imágenes que contaban un relato, sin letras. Sólo dibujos. Aparentemente, no tenían ningún sentido, pero yo era perfectamente capaz de explicar todo el relato y qué sucedía en cada viñeta. Para mí, escribir, era algo natural, algo que me definía. Me ponía a ello sin un motivo aparente, sin una finalidad concreta.  Ni si quiera le enseñaba a los demás lo que creaba, guardaba todos mis cuentos, mis poesías, mis historias, como un tesoro. Escribía para mí. Un folio, un bolígrafo y yo.
“¿Por qué lo haces?” Jamás me he preguntado nada semejante. ¿Por qué escribo? Para buscar reconocimiento desde luego que no, nunca le he enseñado a nadie ninguna de mis creaciones. A veces me planteo si de verdad quiero publicar o no. ¿Para entretenerme? ¿Por vocación? ¿Porque soy rara?

Si me paro a pensarlo, realmente los motivos han ido variando según la etapa de mi vida en la que me encontrase.
Siempre fui una niña con mucha imaginación. Vivía (y creo que aún lo sigo haciendo) en una nube, nunca tuve los pies en el suelo. Necesitaba plasmar todo lo que tenía en la cabeza, necesitaba ponerlo por escrito porque así me demostraba que todo era real. Si escribía, esos mundos maravillosos jamás morirían, no se esfumarían un buen día. Debí de ser una niña rara, pero tenía miedo a despertarme un buen día y descubrir que sólo había estado soñando. No sé de dónde saqué esa idea, pero muchas veces pensaba que “cuando fuera mayor” me dedicaría a otras cosas y olvidaría todos esos mundos extraordinarios.
Agridulce es una palabra que podría definir mi infancia. Hubo muchas cosas buenas, pero también mucha inseguridad, y, sobre todo, mucho miedo. Escribir me ayudó a crear una burbuja a mi alrededor, un lugar donde nadie me hiciera daño.

Metida en esa burbuja me planté en la adolescencia. Una época confusa, de rebeldía, de inseguridad. Como la de todos los adolescentes.
Si mi infancia fue agridulce, mi adolescencia fue oscura. No la añoro, no querría volver a ella. Una época que me ha hecho crecer y aprender mucho, eso desde luego. Pero el miedo que sentía en mi niñez se convirtió en pánico. Ahora puedo entender muchas cosas que sucedieron, y para qué. Pero entonces era diferente, era como estar en el laberinto de Alicia.
Fue la época más jodida y también la más creativa. Escribía a diario, a todas horas, en todas partes.  Incluso cuando estaba en clase: fingía tomar apuntes cuando en realidad estaba escribiendo cualquier historia.
Las palabras se convirtieron en mi escudo contra el mundo que me rodeaba. Inventé un refugio, un lugar que era solo mío. Yo estaba amargada, triste, asustada, furiosa y deprimida, unas veces por épocas, otras todo al mismo tiempo. Escribir me ayudaba a canalizar todas esas emociones.  Aquello que era incapaz de confesar a viva voz, lo hacía mediante relatos. La tinta de los bolígrafos era, en realidad, mis lágrimas.
 Me aislé hasta tal punto del mundo físico que a veces dudaba de si estaba viva o no. Un profesor llegó a decir de mí  “Es como un fantasma”.
Admito que por aquel entonces escribir fue mi vacuna contra la locura, el único remedio que encontré para evitar que mi alma se rompiera del todo.
Mi existencia se limitaba a leer, escribir y escuchar música. Puede parecer algo muy artístico, o bohemio, o como queráis verlo. Pero no es sano, y no se lo recomiendo a nadie. Podía imaginar muchas experiencias con los libros que leía y los relatos que escribía…pero no vivía.
Si vivir únicamente en el mundo físico, sin una pizca de imaginación, sin abstraernos de vez en cuando es fatal para nuestro ser, igual de nocivo es dejar de lado la realidad.
Una de las grandes lecciones que me dio aquella época es que debemos tener un pie en cada lado, uno en el mundo real, otro en el de los sueños. Y nunca dejar que la balanza se descompense.

Actualmente escribo porque disfruto mucho con ello. Me ayuda a no abandonar del todo el mundo de los sueños.  Dedico mucho tiempo al exterior, a la convivencia con mi pareja, a mis amigos, al trabajo (las rachas en que lo tengo), etc.  y escribir es el hueco del día que reservo para mí misma. Es una forma extraña de conocerse, pero me comunico con mi alma a través de mis novelas.
Quizás por eso no me gusta que nadie lea lo que escribo, porque hay mucho de mí en ellas. Porque vuelco mi corazón en cada página. Y temo que, aunque sean relatos ficticios, con personajes que no tengan que ver con mi realidad o mi entorno, alguien sea capaz de desvelar los secretos que se esconden en cada palabra.
No sé si puedo llamarme escritora. ¿Escritor es aquel que publica y se dedica profesionalmente a ello, o es simplemente alguien que “escribe”? No sé si soy buena, ni tampoco me importa. Sólo sé que me relaja, me hace feliz y me ayuda a descubrir mucho sobre mí misma. Que es algo que me define.
Y para mí, con eso es suficiente.




viernes, 9 de agosto de 2013

El trabajo perfecto

Este mes estoy cuidando a dos niños, un chico de 8 años y a su hermana de 11.
Hablando con el pequeño sobre nuestras aficiones y lo que nos gusta hacer en los ratos libres, le cuento que desde pequeña me gusta mucho leer y escribir. Que de niña me entretenía mucho escribiendo cuentos.
Y entonces, con mucha solemnidad, me dice:
"¡Entonces ya sé cual es el mejor trabajo que tú puedes hacer! ¡Tienes que poner una librería!"
 Pura lógica infantil.