El otro día, el niño y la niña a los que cuido,
recibieron la visita de su prima. La niña estaba escribiendo un cuento, y se lo
enseñó a esta amiga. Su reacción fue mostrarse intrigada y preguntar… ” ¿Y por
qué lo haces?”
Aquella pregunta hizo que algo se removiera en mi
interior, con una violencia prodigiosa.
Comencé a crear cuentos e historias siendo muy pequeña,
antes incluso de aprender a escribir. Aún debo tener en casa de mis padres esos
dibujos que hacía, secuencias de imágenes que contaban un relato, sin letras.
Sólo dibujos. Aparentemente, no tenían ningún sentido, pero yo era
perfectamente capaz de explicar todo el relato y qué sucedía en cada viñeta.
Para mí, escribir, era algo natural, algo que me definía. Me ponía a ello sin
un motivo aparente, sin una finalidad concreta. Ni si quiera le enseñaba a los demás lo que
creaba, guardaba todos mis cuentos, mis poesías, mis historias, como un tesoro.
Escribía para mí. Un folio, un bolígrafo y yo.
“¿Por qué lo haces?” Jamás me he preguntado nada semejante.
¿Por qué escribo? Para buscar reconocimiento desde luego que no, nunca le he
enseñado a nadie ninguna de mis creaciones. A veces me planteo si de verdad
quiero publicar o no. ¿Para entretenerme? ¿Por vocación? ¿Porque soy rara?
Si me paro a pensarlo, realmente los motivos han ido variando
según la etapa de mi vida en la que me encontrase.
Siempre fui una niña con mucha imaginación. Vivía (y creo
que aún lo sigo haciendo) en una nube, nunca tuve los pies en el suelo. Necesitaba
plasmar todo lo que tenía en la cabeza, necesitaba ponerlo por escrito porque
así me demostraba que todo era real. Si escribía, esos mundos maravillosos
jamás morirían, no se esfumarían un buen día. Debí de ser una niña rara, pero
tenía miedo a despertarme un buen día y descubrir que sólo había estado
soñando. No sé de dónde saqué esa idea, pero muchas veces pensaba que “cuando
fuera mayor” me dedicaría a otras cosas y olvidaría todos esos mundos extraordinarios.
Agridulce es una palabra que podría definir mi infancia.
Hubo muchas cosas buenas, pero también mucha inseguridad, y, sobre todo, mucho
miedo. Escribir me ayudó a crear una burbuja a mi alrededor, un lugar donde
nadie me hiciera daño.
Metida en esa burbuja me planté en la adolescencia. Una
época confusa, de rebeldía, de inseguridad. Como la de todos los adolescentes.
Si mi infancia fue agridulce, mi adolescencia fue oscura.
No la añoro, no querría volver a ella. Una época que me ha hecho crecer y aprender
mucho, eso desde luego. Pero el miedo que sentía en mi niñez se convirtió en
pánico. Ahora puedo entender muchas cosas que sucedieron, y para qué. Pero entonces
era diferente, era como estar en el laberinto de Alicia.
Fue la época más jodida y también la más creativa. Escribía
a diario, a todas horas, en todas partes. Incluso cuando estaba en clase: fingía tomar
apuntes cuando en realidad estaba escribiendo cualquier historia.
Las palabras se convirtieron en mi escudo contra el mundo
que me rodeaba. Inventé un refugio, un lugar que era solo mío. Yo estaba
amargada, triste, asustada, furiosa y deprimida, unas veces por épocas, otras
todo al mismo tiempo. Escribir me ayudaba a canalizar todas esas emociones. Aquello que era incapaz de confesar a viva
voz, lo hacía mediante relatos. La tinta de los bolígrafos era, en realidad,
mis lágrimas.
Me aislé hasta tal
punto del mundo físico que a veces dudaba de si estaba viva o no. Un profesor
llegó a decir de mí “Es como un fantasma”.
Admito que por aquel entonces escribir fue mi vacuna
contra la locura, el único remedio que encontré para evitar que mi alma se
rompiera del todo.
Mi existencia se limitaba a leer, escribir y escuchar
música. Puede parecer algo muy artístico, o bohemio, o como queráis verlo. Pero
no es sano, y no se lo recomiendo a nadie. Podía imaginar muchas experiencias con
los libros que leía y los relatos que escribía…pero no vivía.
Si vivir únicamente en el mundo físico, sin una pizca de
imaginación, sin abstraernos de vez en cuando es fatal para nuestro ser, igual
de nocivo es dejar de lado la realidad.
Una de las grandes lecciones que me dio aquella época es
que debemos tener un pie en cada lado, uno en el mundo real, otro en el de los
sueños. Y nunca dejar que la balanza se descompense.
Actualmente escribo porque disfruto mucho con ello. Me
ayuda a no abandonar del todo el mundo de los sueños. Dedico mucho tiempo al exterior, a la
convivencia con mi pareja, a mis amigos, al trabajo (las rachas en que lo tengo),
etc. y escribir es el hueco del día que
reservo para mí misma. Es una forma extraña de conocerse, pero me comunico con
mi alma a través de mis novelas.
Quizás por eso no me gusta que nadie lea lo que escribo,
porque hay mucho de mí en ellas. Porque vuelco mi corazón en cada página. Y
temo que, aunque sean relatos ficticios, con personajes que no tengan que ver
con mi realidad o mi entorno, alguien sea capaz de desvelar los secretos que se
esconden en cada palabra.
No sé si puedo llamarme escritora. ¿Escritor es aquel que
publica y se dedica profesionalmente a ello, o es simplemente alguien que “escribe”?
No sé si soy buena, ni tampoco me importa. Sólo sé que me relaja, me hace feliz
y me ayuda a descubrir mucho sobre mí misma. Que es algo que me define.
Y para mí, con eso es suficiente.
Has definido de cabo a rabo mi vida... También he utilizado siempre la escritura como método de expresión, como desahogo, como secreto. Y como ancla a la cordura a pesar de que a veces, aquello que escribía, no tenía mucho sentido.
ResponderEliminarRara vez he dejado que alguien leyera lo que escribía así que yo tampoco lo hacía por ego.
Entre libros y folios en blanco he pasado mi vida, quizá por eso ahora sigo tan apegada a mis libros. Son lo único bueno que guardo de aquellos tiempos.
Totalmente agridulce todo.
Un abrazo preciosa ;-)
Me alegra mucho que te haya gustado la entrada, y es increíble que te defina a tí también.
ResponderEliminarA veces sentí que los libros eran mi único refugio.
Otro abrazo para tí :)